martes, 30 de septiembre de 2008

S, de SMS

Uno de los cambios más importantes que se ha producido en estos últimos años y que ha revolucionado nuestro modo de comunicarnos ha sido, sin duda, la llegada del teléfono móvil.
La primera vez que vi uno de cerca, yo tenía 18 años. En la biblioteca, una compañera de la universidad se dedicaba ya a intercambiar mensajes cortos con una amiga mientras “estudiábamos”.
Aquello, de entrada, me pareció surrealista, absurdo. ¿Qué interés tenía recibir mensajes en tiempo real de conocidos? ¿Qué importancia tenía comunicarse de ese modo, gastando por cada frase o llamando desde cualquier lugar? No me había parado a pensar en lo decisivo de ese nuevo sistema de comunicación inmediata desde cualquier sitio, a cualquier hora… ni de las consecuencias de ese nuevo servicio que la tecnología empezaba a poner a nuestro alcance. Yo, que acababa de aprender lo que era un email, escuchaba el tintineo de la señal de “mensaje nuevo” y, directamente, tildaba a mi amiga de enferma de la tecnología, de las maquinitas…, sobrada de tiempo, ávida de comunicación. Mi compañera era la típica con cámara réflex a los dos días que encapricharse, de Ipods, editores de video, dvd’s con grabadora… adicta a la nueva era de la comunicación.
Con el tiempo, el móvil se ha convertido en un instrumento que pasó de la controversia de sentirse controlado, invadida la intimidad, acosada la cuenta del banco merced a sms’s tontorrones, que no aportaban nada decisivo, a convertirse en un aparatejo decisivo, que nos permitía estar en contacto con el mundo a un nivel superior.
Luego nacieron las Blackberries y otros instrumentos de control de las empresas, evoluciones del “busca”, que acabaron por encadenar a una generación de hombres de negro, ejecutivos que no escapaban de las obligaciones profesionales ni en playa de Benidorm, ni en Honolulu.
El impuntual encontró el modo de excusarse si llegaba tarde a una cita, y el tímido encontró en el sms el modo de lanzarse a escupir frases obscenas a su amor, te quieros digitales, besos electrónicos y llamadas perdidas de aviso de llegada sin problemas o de “me he acordado de ti”.
Pero quiero centrarme en el sms como sistema de tortura cuando no se recibe y de él se espera una confirmación, un mensaje bonito, de amor, un recuerdo especial… que nunca llega.
La adicción nos lleva, especialmente a las mujeres, a revisar el funcionamiento constante del teléfono, a mirar la pantalla obsesivamente por si aparece el dibujo de la carta de marras que nos indica que tal o cual nos quiere decir algo, nos contesta, nos piensa, nos confirma, nos relaja, nos atiende, nos fideliza. Es el sms del descanso aunque llegue a las 3 de la mañana. El sms en el que nuestro rollete, nuestra pareja, nuestro marido nos comunica algo que esperábamos con ansias. Entonces, ese sms puede resultarnos casi decisivo para confirmar que alguien nos ama, que nos tiene en el pensamiento, que nos dice que vendrá, que comparte algo tonto o indispensable para nuestra tranquilidad. Ese es el sms del horror cuando no llega y de la paz y la felicidad cuando aterriza en nuestro aparato.
Es el sms del miedo, de la inseguridad y habla demasiado fuerte, estrepitosamente, de lo que queremos que sea nuestra relación con el susodicho. Es un arma que, especialmente nosotras, convertimos en algo exageradamente definitivo, para tomarnos nuestra relación con esa persona de un modo u otro.
Si él o ella quiere comunicarse con nosotros, demostrarnos que nos quiere, que está ahí… puede encontrar modos muy diferentes de hacerlo y no siempre ha de recurrir a este sistema endemoniado que nos amarga por falta o por exceso.
Porque el sms habla de muchos modos. Como digo, excesivamente cuando no deja de acecharnos e incluso nos despierta de madrugada por nimiedades. También habla cuando calla y no se produce, cuando nunca llega. Entonces, como tontas del culo empieza la comida de olla: no me quiere, no se ha acordado, no me confirma si viene, no sé si de verdad le gusto, no muestra interés, no sé si contar con él, no me da lo que yo quiero, lo que yo espero…
Entonces, en mi opinión, es mejor apagar el teléfono, desconectar y, como siempre que me refiero a ellos, a los hombres, optar por no esperar nunca nada. Y dejar de dar tanta importancia a este instrumento de auto flagelamiento que nos amarga la vida aún sin tener demasiada importancia. Porque los grandes mensajes que pueden cambiar nuestra vida no se reciben por sms.
Continuará...

2 comentarios:

amelche dijo...

¡Qué agobio de móviles! Tienes razón, más vale apagarlos. Porque si estás pendiente de un mensaje que no llega nunca... ¡Ufff!

Pam dijo...

Instrumento de tortura... tan útil y tan despiadado.